Las abejas, o cómo los vicios privados hacen la
prosperidad pública.
Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1982.
Bernard
de Mandeville,
La
fábula de las abejas.
En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas:
"Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien
ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos,
ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos
ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se
cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir
la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión
y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era
por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los
particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la
felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se
produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la
singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El
amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se
siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron
los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más
médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de
esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que
se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más
lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva,
fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad,
pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran
panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si
queremos gozar de sus dulces beneficios".
Un gran
panal, atiborrado de abejas
que vivían con lujo y comodidad,
mas que gozaba fama por sus leyes
y numerosos enjambres
precoces,
estaba considerado el gran vivero
de las ciencias y
la industria.
No hubo abejas mejor gobernadas,
ni más
veleidad ni menos contento:
no eran esclavas de la tiranía
ni
las regía loca democracia,
sino reyes, que no se equivocaban,
pues su poder estaba circunscrito por leyes.
Estos
insectos vivían como hombres,
y todos nuestros actos realizaban
en pequeño;
hacían todo lo que se hace en la ciudad
y
cuanto corresponde a la espada y a la toga,
aunque sus
artificios, por ágil ligereza
de sus miembros diminutos, escapan
a la vista humana.
Empero, no tenemos nosotros máquinas,
trabajadores,
buques, castillos, armas, artesanos,
arte,
ciencia, taller o instrumento
que no tuviesen ellas el
equivalente;
a los cuales, pues su lenguaje es desconocido,
llamaremos igual que a los nuestros.
Como franquicia, entre
otras cosas,
carecían de dados, pero tenían reyes,
y éstos
tenían guardias; podemos, pues,
pensar con verdad que tuviera
algún juego,
a menos que se pueda exhibir un regimiento
de
soldados que no practique ninguno.
Grandes
multitudes pululaban en el fructífero panal;
y esa gran cantidad
les permitía medras,
empeñados por millones en satisfacerse
mutuamente la lujuria y vanidad,
y otros millones ocupábanse
en destruir sus manufacturas;
abastecían a medio mundo,
pero tenían más trabajo que trabajadores.
Algunos, con
mucho almacenado y pocas penas,
lanzábanse a negocios de pingües
ganancias,
y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón,
y a todos esos oficios laboriosos
en los que miserables
voluntariosos sudan cada día
agotando su energía y sus brazos
para comer.
[A] Mientras otros se abocaban a misterios
a los
que poca gente envía aprendices,
que no requieren más capital
que el bronce
y pueden levantarse sin un céntimo,
como
fulleros, parásitos, rufianes, jugadores,
rateros,
falsificadores, curanderos, agoreros
y todos aquellos que,
enemigos
del trabajo sincero, astutamente
se apropian del
trabajo
del vecino incauto y bonachón.
[B] Bribones llamaban
a éstos, mas salvo el mote,
los serios e industriosos eran lo
mismo:
todo oficio y dignidad tiene su tramposo,
no existe
profesión sin engaño.
Los
abogados, cuyo arte se basa
en crear litigios y discordar los
casos,
oponíanse a todo lo establecido para que los embaidores
tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas,
como si
fuera ilegal que lo propio
sin mediar pleito pudiera disfrutarse.
Deliberadamente demoraban las audiencias,
para echar mano a
los honorarios;
y por defender causas malvadas
hurgaban y
registraban en las leyes
como los ladrones las tiendas y las
casas,
buscando por dónde entrar mejor.
Los
médicos valoraban la riqueza y la fama
más que la salud del
paciente marchito
o su propia pericia; la mayoría,
en lugar
de las reglas de su arte, estudiaban
graves actitudes pensativas
y parsimoniosas,
para ganarse el favor del boticario
y la
lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos
cuantos asisten al
nacimiento o el funeral,
siendo indulgentes con la tribu
charlatana
y las prescripciones de las comadres,
con sonrisa
afectada y un amable «¿Qué tal?»
para adular a toda la
familia,
y la peor de todas las maldiciones,
aguantar la
impertinencia de las enfermeras.
De los
muchos sacerdotes de Júpiter
contratados para conseguir
bendiciones de Arriba,
algunos eran leídos y elocuentes,
pero
los había violentos e ignorantes por millares,
aunque pasaban el
examen todos cuantos podían
enmascarar su pereza, lujuria,
avaricia y orgullo,
por los que eran tan afamados, como los
sastres
por sisar retazos, o ron los marineros;
algunos,
entecos y andrajosos,
místicamente mendigaban pan,
significando
una copiosa despensa,
aunque literalmente no recibían más;
y
mientras estos santos ganapanes perecían de hambre,
los
holgazanes a quienes servían
gozaban su comodidad, con todas las
gracias
de la salud y la abundancia en sus rostros.
[C] Los
soldados, que a batirse eran forzados,
sobreviviendo disfrutaban
honores,
aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea,
enseñaban los muñones de sus miembros amputados;
generales
había, valerosos, que enfrentaban el enemigo,
y otros recibían
sobornos para dejerle huir;
los que siempre al fragor se
aventuraban
perdían, ora una pierna, ora un brazo,
hasta
que, incapaces de seguir, les dejaban de lado
a vivir sólo a
media ración,
mientras otros que nunca habían entrado en liza
se estaban en sus casas gozando doble mesada.
Servían
a sus reyes, pero con villanía,
engañados por su propio
ministerio;
muchos, esclavos de su propio bienestar,
salvábanse
robando a la misma corona:
tenían pequeñas pensiones y las
pasaban en grande,
aunque jactándose de su honradez.
Retorciendo el Derecho, llamaban
estipendios a sus pringosos
gajes;
y cuando las gentes entendieron su jerga,
cambiaron
aquel nombre por el de emolumentos,
reticentes de llamar a las
cosas por su nombre
en todo cuanto tuviera que ver con sus
ganancias;
[D] porque no había abeja que no quisiera
tener
siempre más, no ya de lo que debía,
sino de lo que osaba dejar
entender
[E] que pagaba por ello; como vuestros jugadores,
que
aun jugando rectamente, nunca ostentan
lo que han ganado ante los
perdedores.
¿Quién
podrá recordar todas sus supercherías?
El propio material que
por la calle vendían
como basura para abonar la tierra,
frecuentemente la veían los compradores
abultada con un
cuartillo
de mortero y piedras inservibles;
aunque poco podía
quejarse el tramposo
que, a su vez, vendía gato por liebre.
Y la
misma Justicia, célebre por su equidad,
aunque ciega, no carecía
de tacto;
su mano izquierda, que debía sostener la balanza,
a
menudo la dejaba caer, sobornada con oro;
y aunque parecía
imparcial
tratándose de castigos corporales,
fingía seguir
su curso regular
en los asesinatos y crímenes de sangre;
pero
a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores,
los
ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica;
creíase,
empero, que su espada
sólo ponía coto a desesperados y pobres
que, delincuentes por necesidad,
eran luego colgados en el
árbol de los infelices
por crímenes que no merecían tal
destino,
salvo por la seguridad de los grandes y los ricos.
Así
pues, cada parte estaba llena de vicios,
pero todo el conjunto
era un Paraíso;
adulados en la paz, temidos en la guerra,
eran
estimados por los extranjeros
y disipaban en su vida y riqueza
el equilibrio de los demás panales.
Tales eran las
bendiciones de aquel Estado:
sus pecados colaboraban para hacerle
grande;
[F] y la virtud, que en la política
había aprendido
mil astucias,
por la feliz influencia de ésta
hizo migas con
el vicio; y desde entonces
[G] aun el peor de la multitud,
algo
hacía por el bien común.
Así era
el arte del Estado, que mantenía
el todo, del cual cada parte se
quejaba;
esto, como en música la armonía,
en general hacía
concordar las disonancias;
[H] partes directamente opuestas
se
ayudaban, como si fuera por despecho,
y la templanza y la
sobriedad
servían a la beodez y la gula.
[I] La
raíz de los males, la avaricia,
vicio maldito, perverso y
pernicioso,
era esclava de la prodigalidad,
[K] ese noble
pecado;
[L] mientras que el lujo
daba trabajo a un millón de
pobres
[M] y el odioso orgullo a un millón más;
[N] la
misma envidia, y la vanidad,
eran ministros de la industria;
sus
amadas, tontería y vanidad,
en el comer, el vestir y el
mobiliario,
hicieron de ese vicio extraño y ridículo
la
rueda misma que movía al comercio.
sus ropas y sus leyes eran
por igual
objeto de mutabilidad;
porque lo que alguna vez
estaba bien,
en medio año se convertía en delito;
sin
embargo, al paso que mudaban sus leyes
siempre buscando y
corrigiendo imperfecciones,
con la inconstancia remediaban
faltas que no previó prudencia alguna.
Así el
vicio nutría al ingenio,
el cual, unido al tiempo y la
industria,
traía consigo las conveniencias de la vida,
[O]
los verdaderos placeres, comodidad, holgura,
[P] en tal medida,
que los mismos pobres
vivían mejor que antes los ricos,
y
nada más podría añadirse.
¡Cuán
vana es la felicidad de los mortales!
si hubiesen sabido los
límites de la bienaventuranza
y que aquí abajo, la perfección
es más de lo que los dioses pueden otorgar,
los murmurantes
bichos se habrían contentado
con sus ministros y su gobierno;
pero, no: a cada malandanza,
cual criaturas perdidas sin
remedio,
maldecían sus políticos, ejércitos y flotas,
al
grito de «¡Mueran
los bribones!»,
y aunque sabedores de sus propios timos,
despiadadamente no
les toleraban en los demás.
Uno,
que obtuvo acopios principescos
burlando al amo, al rey y al
pobre,
osaba gritar: «¡Húndase
la tierra
por
sus muchos pecados!»;
y, ¿quién creeréis
que fuera el bribón sermoneador?
Un
guantero que daba borrego por cabritilla.
Nada
se hacía fuera de lugar
ni que interfiriera los negocios
públicos;
pero todos los tunantes exclamaban descarados:
«¡Dios
mío, si tuviésemos un poco de honradez!»
Mercurio sonreía ante tal impudicia,
a la que otros
llamarían falta de sensatez,
de vilipendiar siempre lo que les
gustaba;
pero Júpiter, movido de indignación,
al fin airado
prometió liberar por completo
del fraude al aullante panal; y
así lo hizo.
Y en ese mismo momento el fraude se aleja,
y
todos los corazones se colman de honradez;
allí ven muy
patentes, como en el Arbol de la Ciencia,
todos los delitos que
se avergüenzan de mirar,
y que ahora se confiesan en silencio,
ruborizándose de su fealdad,
cual niños que quisieran
esconder sus yerros
y su color traicionara sus pensamientos,
imaginando, cuando se les mira,
que los demás ven lo que
ellos hicieron.
Pero.
¡Oh, dioses, qué consternación!
¡Cuán grande y súbito ha
sido el cambio!
En media hora, en toda la Nación,
la carne
ha bajado un penique la libra.
Yace abatida la máscara de la
hipocresía,
la del estadista y la del payaso;
y algunos, que
eran conocidos por atuendos prestados,
se veían muy extraños
con los propios.
Los tribunales quedaron ya aquel día en
silencio,
porque ya muy a gusto pagaban los deudores,
aun lo
que sus acreedores habían olvidado,
y éstos absolvían a
quienes no tenían.
Quienes no tenían razón, enmudecieron,
cesando enojosos pleitos remendados;
con lo cual, nada pudo
medrar menos
que los abogados en un panal honrado;
todos,
menos quienes habían ganado lo bastante,
con sus cuernos de
tinta colgados se largaron.
La
Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros;
y, tras enviarlos a
la cárcel,
no siendo ya más requerida su presencia,
con su
séquito y pompa se marchó.
Abrían el séquito los herreros con
cerrojos y rejas,
grillos y puertas con planchas de hierro;
luego los carceleros, torneros y guardianes;
delante de la
diosa, a cierta distancia,
su fiel ministro principal,
don
Verdugo, el gran consumador de la Ley,
no portaba ya su
imaginaria espada,
sino sus propias herramientos, el hacha y la
cuerda;
después, en una nube, el hada encapuchada,
La
Justicia misma, volando por los aires;
en torno de su carro y
detrás de él,
iban sargentos, corchetes de todas clases,
alguaciles de vara, y los oficiales todos
que exprimen
lágrimas para ganarse la vida.
Aunque la
medicina vive mientras haya enfermos,
nadie recetaba más que las
abejas con aptitudes,
tan abundantes en todo el panal,
que
ninguna de ellas necesitaba viajar;
dejando de lado vanas
controversias, se esforzaban
por librar de sufrimientos a sus
pacientes,
descartando las drogas de países granujas
para
usar sólo sus propios productos,
pues sabían que los dioses no
mandan enfermedades
a naciones que carecen de remedios.
Despertando
de su pereza, el clero
no pasaba ya su carga a abejas jornaleras,
sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios,
para
hacer sacrificios y ruegos a los dioses.
Todos los ineptos, o
quienes sabían
que sus servicios no eran indispensables, se
marcharon;
no había ya ocupación para tantos
(si los
honrados alguna vez los habían necesitado)
y sólo algunos
quedaron junto al Sumo Sacerdote
a quien los demás rendían
obediencia;
y él mismo, ocupado en tareas piadosas,
abandonó
sus demás negocios en el Estado.
No echaba a los hambrientos de
su puerta
ni pellizcaba del jornal de los pobres,
sino que al
famélico alimentaba en su casa,
en la que el jornalero
encontraba pan abundante
y cama y sustento el peregrino.